
Ella lo pensaba, aunque lo que el resto veía en su expresión era un círculo vicioso que recorría siempre el mismo camino, de una prohibición a otra, de un deja de enseñar pierna a un no te pongas gafas de sol que luego miras a otros tíos. Sufría tanto que el sufrimiento se convirtió en rutina, y la rutina empezó a gustarla, se había acostumbrado. Vivía esa costumbre con conformismo, incluso pensaba que el mundo era justo con ella, que era feliz por tener a alguien a su lado. Observaba el resto del mundo, lo que no era su propio círculo de dos, como una gran fiesta de drogas, alcohol y rock and roll, sin orden ni control, sin amistad o amor más allá de cuatro copas. Y lo miraba convencida de que todo era incierto, de que la gente se estaba engañando a sí misma irradiando una alegría falsa, y por dentro se sentían muy solos. Creía que su vida era perfecta, que la locura de los demás podría llegar a matarlos, a destruirlos, a convertirlos en cobardes hombres y mujeres que ocupan un pequeño estudio en una ciudad cualquiera porque no les hace falta más espacio, ya que es solo para uno. Y se sentía orgullosa de creer eso, y de sentir que ella lo tenía todo, que el todo se resumía en otra persona.
Ay, pobre de ella que cree que vive feliz en una rutina que la prohíbe incluso pensar por sí misma. Ahora deambula sin tiempo para nada y para nadie. Los que ella consideraba sus amigos, por tanto, ya no son más que locos metidos en una terrible espiral de cotilleos, soledad y diversión que no desemboca en nada bueno. Lo que no sabe esta chica es que realmente está colocada sin opinión propia en un espacio que a pesar de verlo enorme y ocupado por la fragancia de él, ahoga y es mucho más pequeño que el de todos aquellos locos a los que nadie les prohibe nada, a los que las amenazan no les llegan porque ellos mismos lo impiden, a los que un tío o una tía no les corta el paso, ni les corta el resto de su vida, ni les corta el pelo, ni les corta los centímetros del escote, ni les alarga las faldas.