Cuando una vez me dijeron que estaba loca, acepté el dictamen sin protestar: fue ésa la primera vez en la vida que se hizo justicia conmigo. Que nadie venga ahora a reclamarme cordura; mi cordura es mía y no pienso compartirla con nadie.

lunes, 15 de marzo de 2010

Primera vez con Haití.


A veces las malas historias se suelen justificar con argumentos parecidos a aquel que dice: “Cuando la generosidad del destino es muy grande, siempre hay un pozo en el que pueden caer todos los sueños”. A los protagonistas de esta historia el mundo les ha proporcionado el pozo, pero sin embargo, jamás antes les obsequió con la generosidad. Haití es, y ha sido siempre, un conjunto de pobres vidas olvidadas, esas a las que su miseria ni siquiera les ha dejado huir; un conjunto de trozos de tierra que solamente aparecen en los mapas, y de casas mal colocadas y peor construidas, incapaces de aguantar ni un suspiro, cuanto más un terremoto. ¿Sois capaces de imaginar que un temblor os quitara en cuestión de segundos todo lo que habéis conseguido con los años y con vuestro esfuerzo? Ellos sí.

Un temblor, y unas grietas que en poco tiempo permiten que el suelo se resquebraje, tragándose todo lo importante para miles de personas y provocando una parada forzosa del ritmo del país. Después de eso, ya no queda nada más que el silencio procedente del resto del mundo que reza por Haití, gritos de aquellos que comienzan a darse cuenta de su miserable suerte, y desesperación de todos aquellos que permanecen bajo los escombros a la espera de un milagro, de ayuda, de un simple sorbo de esperanza que les entregue un atisbo de la vida que les está empezando a faltar. Y sobre estos escombros, personas que acaban de descubrir dónde está realmente Haití, y que pretenden echar una mano, dejarse la vida si hiciera falta. Por el cielo vuela la tristeza, las nubes oscuras y apagadas, y las voces que llegan desde el Primer Mundo para intentar buscar ese equilibrio, algo que sería como jugar a confiar en lo imposible. Junto a esto, un helicóptero impaciente por aterrizar en algún hueco que haya resistido al desastre. Entre las calles, locuras de unos y de otros, caos, sollozos y un suspiro, seguido de un grito de júbilo que se escapa a lo lejos. Un superviviente, dos, tres…; sin embargo, nada comparable a las espeluznante cifras de muertes que nos dejan sin ganas de probar bocado cada mediodía. En ese ambiente ya reina la angustia, el sonido amargo al hacer las fotografías que nos llegarán a nuestro país, y que nos harán recordar todo lo que tenemos y todo lo que podemos perder en tan poco tiempo en este mundo que, otra vez, no tuvo piedad con los más débiles.

Y nosotros seguimos aquí, afortunados, bajo una luz que desaparece cuando se hace de noche, pero que al día siguiente estamos seguros de que volverá a salir; algo poco probable para ellos, que desde entonces, viven bajo una sombra de horror que les impide hasta respirar. Aquí nosotros seguimos con nuestra rutina de siempre, aunque siendo más generosos que nunca. No obstante, de qué sirve hacer todo eso, si aquellos considerados los gobernantes del mundo parece que sólo se preocupan de, si son grandes, llegar aún más alto; si son poderosos, hacerse aún más; si el resto ya son pobres, terminar por sepultarlos. Por ello, difícil sería prosperar sin esa campaña de todos los que han ido, siguen allí o irán a esa parte de Sudamérica que teníamos tan olvidada, de esa tierra ahora convertida en ruinas, y de esas ruinas que se llevaron consigo miles de ilusiones y de familias. Difícil sería sin todos aquellos que arriesgan la vida para entregar un trozo de pan a una persona que ha estado sobreviviendo con 70 céntimos al día durante tantos años y que ahora han perdido incluso eso; sin los que se dejan el sudor operando las heridas de aquellos que pretendían dar de comer a sus hijos, dejando de comer ellos mismos; sin los que piden ayuda humanitaria al resto del mundo mientras cruzan miradas con unos ojos que reflejan más terror de lo que puede expresar un folio lleno de palabras.

Pero lo desolador no es únicamente lo que ocurre en Haití, donde es verdad que ya sólo queda algo parecido a un agujero negro, la mitad de la población y la confusión, el miedo y la rabia de todos aquellos que tienen que empezar una nueva vida sobre piedras y miseria; también existen otros muchos lugares envueltos en la misma desdicha, colocados en un camino por el que los del Primer Mundo nunca nos dignaríamos a pasear. Otros lugares igual de olvidados que Haití, los cuales, desgraciadamente, parece que esperan impacientes la llegada de algún terremoto que nos avise de que ellos también están allí, esperándonos.

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